La mediocridad de la clase política española

NO ES es verdad que la clase política española se caracterice por la corrupción. Las mismas habas se cuecen en los fogones de Italia o de Francia. Ciertamente los casos de corrupción se han multiplicado en los últimos años porque el fruto sano se zocatea enseguida si se roza con el que está cedizo. Los partidos políticos, igual que los sindicatos, se han convertido en un colosal negocio y los intereses de los ciudadanos y de los trabajadores han quedado relegados a las conveniencias partidistas o sindicales. Pero eso es otra cosa.

Lo que caracteriza y distingue a la clase política española, en fin, no es la corrupción sino la mediocridad. Las primeras espadas de nuestra nación se han quedado en la empresa, en el periodismo, en la industria, en las profesiones liberales, en la abogacía, en la judicatura, en la medicina, en la arquitectura, en las organizaciones religiosas, en la cátedra y en la Universidad. Inglaterra y Estados Unidos tienen a gala destinar a la política a miembros relevantes de las familias con mayor preparación. En España, no. En España, salvo excepciones, se dedican al servicio público las segundas o terceras filas. Da grima conversar con la mayoría de los políticos de las cuatro Administraciones, la central, la autonómica, la provincial y la municipal. La incultura general, prácticamente sin lagunas, preside la expresión de la inmensa mayoría de nuestros políticos. Cuando hablan en la radio o la televisión lo hacen con mayor torpeza que los futbolistas. Da vergüenza ajena escucharles.

Y, claro, a mayor mediocridad, más agresividad en el ejercido del poder. Hay políticos, sobre todo en algunas provincias, que se consideran seres superiores e intocables, que desdeñan a los ciudadanos, que se afanan en poner pegas incesantes para resolver cualquier asunto. Es un desahogo pueril para demostrar lo importantes que son, lo mucho que mandan. La mediocridad de la clase política española está por encima de los sexos y concierne lo mismo a los hombres que a las mujeres. Muchas veces sin estudios, casi siempre sin experiencia en la empresa privada o en el trabajo profesional, son incontables los españoles y las españolas que han visto en la política un filón para disfrutar de una vida cómoda con sueldos seguros, retribuciones enmascaradas, viajes gratis total, banquetes permanentes y vacaciones acrecentadas por los moscosos, los canosos, los asuntos personales y demás gaitas. Los cargos políticos se multiplican como los hongos dentro de las cuatro Administraciones y también fuera de ellas, en las empresas públicas, las fundaciones, las asesorías, los entes institucionales, las camelancias más pintorescas.

Como se dispara con pólvora del rey, el gasto de nuestra mediocre clase política acentúa la hemorragia del dinero público. Hay ya propuestas para que se exija a los que se dedican a la política un mínimo de condiciones, lo que se hace para el ejercicio de cualquier función. No me parece fácil que prospere ese propósito, porque colisiona con la libertad de la democracia pluralista. Son los ciudadanos los que con sus votos deben hacer la criba imponiendo listas abiertas, porque en la actualidad aparte del líder y una docena de políticos se elige a ciegas. Para figurar en las listas cerradas no se exige en los partidos preparación y capacidad sino sumisión y lealtad al jefe. Esa es la triste realidad que nos ha conducido a que nuestra clase política ocupe el último lugar de Europa por falta de calidad según todas las encuestas solventes.

¡Pobre ciudadano medio, en fin! Lo que tiene que aguantar, en todos los sentidos, a causa de la inepcia de la inmensa mayoría de nuestros políticos. Estamos presos en las redes asfixiantes de la partitocracia acentuada por la mediocridad de los hombres y las mujeres que se han encaramado a la política como una forma de vida, al margen de la atención al interés general de la ciudadanía.

Luis María Anson es miembro de la Real Academia Española.